Ante una situación de peligro, nuestro hipotálamo, que regula una gran cantidad de respuestas en nuestro organismo, activa la hipófisis que a su vez conecta con las glándulas suprarrenales para facilitar la liberación de diferentes catecolaminas, entre ellas la adrenalina y el cortisol. Estas hormonas viajan por todo nuestro cuerpo a través del torrente sanguíneo preparándonos para la acción (Carlson 2011). Básicamente, el mensaje de nuestro hipotálamo al resto del cuerpo es: "dejad todo lo que estéis haciendo y centrad vuestra energía en salvar la vida". Imaginemos que nos encontramos en una tienda de campaña en la sabana Africana, aquejados de algún tipo de infección intestinal. En estos momentos nuestro sistema inmune está tratando de eliminar los patógenos causantes de la infección, consumiendo una gran cantidad de energía (de ahí que cuando estamos enfermos nos sentimos débiles). De repente percibimos la presencia de un león que nos acecha, ¿Cuál creéis que será la respuesta de nuestro organismo? En ese momento se activa la respuesta de estrés y todos los recursos disponibles se envían a las extremidades para conseguir huir del león, porque ¿de qué sirve el crecimiento celular o la actividad del sistema inmunológico cuando tu vida corre peligro? Y ¡sí!, de nuevo nuestra respuesta al estrés ha vuelto a salvarnos la vida.
La respuesta al estrés es un mecanismo brillante
en situaciones agudas, pero este sistema de protección no está diseñado para
permanecer activado de forma continuada (Bryan, Clemans, Leeson et al. 2015).
Sin embargo, hoy en día la mayor parte de estrés que experimentamos no tiene
carácter agudo, no son amenazas concretas que podamos identificar con
facilidad, no podemos responder a ellas y seguir adelante. ¿Qué consecuencias
adversas podemos padecer derivadas de la liberación mantenida de catecolaminas?
Supongamos que un grupo de corredores Olímpicos de velocidad se disponen a
tomar la salida. Se colocan en sus marcas apoyando sujetados únicamente por la
punta de sus dedos. Cuando el juez dice ¡listos!, los cuerpos de los atletas
liberan adrenalina a fin de fortalecer los músculos para conseguir ser los más
rápidos. Mientras esperan que el juez grite ¡Ya! Sus cueros se tensan
anticipando la salida. Si el juez nunca diese el pistoletazo de salida, incluso
Usain Bolt se desplomaría a los pocos segundos a causa del esfuerzo.
Una respuesta de estrés prolongada tendrá un
efecto devastador sobre muchas de nuestras funciones más complejas. Además de
afectar al sistema inmune, como hemos comentado antes, también afecta al
crecimiento celular. Nuestros órganos necesitan regenerar sus células más
antiguas, pero bajo la respuesta al estrés dejan de hacerlo, lo cual afecta a su
correcto funcionamiento. Además las catecolaminas frenan también la actividad
de la corteza prefrontal, el centro de la actividad consciente y la toma de
decisiones, constriñendo los vasos sanguíneos que nutren esa zona del encéfalo
(Takamatsu H y Noda A 2003).
Como hemos dicho al inicio del artículo, la respuesta
al estrés se produce cuando entendemos que una situación supone una amenaza
para nosotros. Pero es importante resaltar que dicha percepción es totalmente
subjetiva (Kupriianov y Zhdanov 2014). Por ejemplo, si nos encontrásemos en una
habitación con otra docena de personas y en ella descubriésemos lo que parece
una serpiente, todos nos encontraríamos ante la misma supuesta amenaza, pero no
todos reaccionaríamos de la misma forma. Es posible que si entre nosotros se
encuentra un amante de los reptiles, quizás tuviese la suficiente curiosidad y
admiración como para acercarse a ella y avisarnos de que ya podemos dejar de
escondernos, pues se trata de una inofensiva culebra que no va a morder a
nadie. Lo que supone una amenaza para
unos, con su debida respuesta de estrés, puede ser de admiración para otros,
con su debida respuesta de acercamiento.
Pero hay algo más sobre la subjetividad del estrés
que debemos saber. Si la forma en la que entendemos el mundo como más o menos
amenazante influye en cómo de intensa y duradera sea nuestra respuesta de
estrés. También tiene una gran influencia sobre nuestra salud la manera en la
que percibimos nuestro estrés. Un estudio realizado por un equipo de la
Universidad de Wisconsin en 2012, sobre una muestra de casi 30.000 adultos,
concluye que las personas expuestas a largos periodos de estrés y que
interpretan su estrés como algo negativo que afecta a su salud, tienen más
posibilidades de padecer enfermedades físicas y mentales, incluso presentan un
mayor riesgo de sufrir una muerte prematura (Keller, Litzelman, Wisk et al.
2012). Publicaciones como esta muestran lo equivocados que estábamos los
profesionales de la salud, que durante décadas nos hemos dedicado a demonizar
el estrés, ayudando de esta forma a que nuestros pacientes aumentasen su riesgo
de padecer enfermedades derivadas del estrés. Investigaciones como esta revelan
que es más influyente para nuestra salud como nos tomamos lo que nos ocurre, los
pensamientos que tenemos sobre la situación, que la situación en sí, por muy
perjudicial que pueda parecernos. Al final, todo se reduce a la manera en la
que nos relacionamos con nuestra experiencia.
BIBLIOGRAFÍA
Bryan C, Clemans T, Leeson B y Rudd
M. Acute vs Chronic stressors, multiple suicide attempts, and persistent
suicide ideation in US soldiers. J Nerv Ment Dis 2015. 203:48-53.
Campillo J. El
mono obeso. Booket Ciencia 2013.
Carlson N.
Fisiología de la conducta. Madrid: Pearson Eduación 2011. 620:625.
Keller A, Litzelman K, Wisk L,
Maddox T, Cheng E, Creswell P y Witt W. Does the Perception that Stress Affects Health Matter? The Association
with Health and Mortality. Health Psychol 2012. 31:677-684.
Kupriianov R y Zhdanov R. Stress and allostasis: problems, outlooks
and relationships. Zh Vyssh Nerv Deiat Im I P Pavlova 2014. 64:21-31.
Takamatsu H y Noda A. A PET study following treatment with a
pharmacological stressor, FG7142, in conscious Rhesus monkeys. Brain Research
2003. 980:275-280.
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